El movimiento por la transformación del país, para alcanzar el objetivo histórico de ganar la conducción del gobierno, mediante el proceso electoral, se ha organizado bajo una visión amplia y muy incluyente. En su seno se han sumado los sectores más disímbolos, incluso aquellos recién emanados del viejo régimen, bajo el convencimiento de superar esa etapa dañina de capitalismo salvaje y depredador (o por conveniencias meramente de acomodo) que la oligarquía y su representación política, el PRIAN, aplicó en su desarrollo y crecimiento acumulativo.
Para alcanzar este acuerdo general, se plantearon objetivos igualmente amplios que permiten un nivel de inclusión basado en el combate a la corrupción (con todas sus reservas), el respeto mínimo a normas de convivencia social como el pago de impuestos, y el reconocimiento a los derechos sociales de la ciudadanía; la reinserción del Estado en su rectoría política y económica; y, muy importante, recobrar la soberanía del país en la multiplicidad de sentidos que ello implica.
El agregado de la diversidad de posiciones políticas (y particularmente de los emisarios del viejo régimen) se derivó como una necesidad que correspondía a la correlación de fuerzas, en la coyuntura de asenso del movimiento. Pero, siendo muy cierta esta aseveración, hoy podemos plantear que no solo correspondía a una correcta lectura de la correlación de fuerzas, sino igualmente a la concepción política prevaleciente en el equipo dirigente.
El análisis de las fuerzas en disputa hacía ver que nos enfrentábamos a un grupo (el priismo) altamente calificado en fraudes, movilización de clientelas, con todo el recurso financiero a su disposición y con una estructura territorial muy potente. Sumar entonces a todas las fuerzas progresistas y a las grietas que el sistema presentará, era vital. Sólo la integración de un amplísimo abanico de diversos referentes podría abrir la posibilidad de triunfo. Y se logró. Hoy vemos, sin embargo, que la suma de actores y corrientes de lo más rancio del eje priista, obedecía y obedece, no a un razonamiento táctico, sino a la convicción de reorganizar el sistema sobre la base de un “borrón y cuenta nueva”, o “los mismos pero bien comportados” (o por lo menos no tan descarados).
Bajo este contexto, resulta del todo necesario e importante, precisar cuál ha sido el papel de la izquierda. No en el sentido de definir como tal al posicionamiento que se asume de frente a determinados problemas, o la reivindicación de un acto de justicia, derecho o libertad. Así, todo el movimiento por la transformación, en su conjunto, puede ser definido de izquierda. Nos referimos, más bien, a los agrupamientos organizados bajo una concepción ideológica expresada en un trabajo práctico y programático de largo plazo y no sólo coyuntural. Esa izquierda, en toda su diversidad, ha contribuido y aportado de manera sustancial, decisiva, para que el movimiento se consolide, triunfe en las urnas e instale en el gobierno a la fuerza dirigente, con su liderazgo indiscutible, y dar cause al nuevo período histórico. Una revolución política que desplaza a la oligarquía de la administración gubernamental. La izquierda puso en acción la experiencia acumulada en el trabajo de base, recorrió palmo a palmo las calles para organizar la insurrección electoral; esa fue la clave del triunfo.
Sin embargo, y este es el fondo de la cuestión, el papel de esa izquierda, en la dirección del proceso, ha resultado del todo marginal producto de su inconsistencia organizativa, de su falta de claridad acerca del rumbo del movimiento, por la carencia de un programa que la cohesione y, desde luego, por la crisis política e ideológica en la que se ha estado sumergido desde finales del pasado siglo.
La propuesta de avanzar en un Frente de Izquierda abre la posibilidad de replantearse el papel que se viene asumiendo al seno del movimiento por la transformación. Los propios retos que enfrenta el gobierno democrático de la compañera Claudia Sheinbaum, obligan a coordinar de mejor manera nuestra participación.
El eje inmediato sobre el cual se podría avanzar, a reserva de la definición de una programa político, es la lucha por la democracia participativa. El movimiento social triunfante en el proceso electoral de 2018, debe correrse hacia espacios que permitan un papel más activo, protagónico e incluyente de la ciudadanía; no necesitamos votantes, necesitamos ciudadanos conscientes que hagan suyo el gobierno del cambio. Para lograr esto, Morena debe democratizarse cumpliendo con la responsabilidad básica de educar y organizar al pueblo, por medio de su militancia. Una militancia real que no se reduzca al dato estadístico del número de afiliados.
La democracia participativa, entendida en su profundidad, cuestiona las relaciones sociales vigentes porque coloca en el centro del debate la necesidad de una distribución de la riqueza realmente equitativa, negando la voracidad con la que se siguen enriqueciendo los oligopolios; cuestiona también, la conservación y fomento de la estructura charril en el ámbito sindical; porque reivindica el derecho a la salud, la educación, la igualdad, la seguridad sin restricción de ninguna naturaleza.
El Movimiento por la Transformación representa un acontecimiento histórico para nuestro país, la izquierda debe apostar por su profundización que solo se logrará con su participación organizada.