La Ciencia, la Planeación y el Derecho a la Ciudad: ¿falacias de la objetividad?. Beatriz Corina Mingüer Cestelos.

En días recientes, dos acontecimientos distintos pusieron en el centro del debate el carácter de la planeación y la ciencia en México. Por un lado, el doctor Santiago Bazdresch Barquet, alto ejecutivo del Banco de México, descalificó públicamente las nuevas contrataciones académicas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), argumentando que los futuros docentes no provienen de universidades extranjeras que, según él, son las únicas con prestigio suficiente. Esta declaración no solo evidenció un sesgo elitista hacia instituciones foráneas, sino que también reabrió el debate sobre la validez del conocimiento local frente al hegemónico modelo eurocéntrico. 

Por otro lado, en la Ciudad de México, un sector de diputados cuestionó la composición del comité encargado de seleccionar a la futura titular del Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva (IPDP), señalando la ausencia de perfiles técnicos entre sus integrantes porque la mayor parte, provienen de movimientos sociales en defensa del territorio y urbanos populares. Este debate refleja una tensión subyacente: ¿debe la planeación centrarse exclusivamente en criterios científicos y técnicos, regularmente basados en el conocimiento generado en Europa o Estados Unidos, o integrar un enfoque deliberativo y democrático, como lo establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM)? 

Ambos eventos subrayan la persistente fetichización de la técnica y la ciencia como verdades incuestionables, inobjetables, objetivas y universales, lo que plantea una reflexión más amplia sobre los paradigmas que han definido históricamente la planeación territorial y el conocimiento científico en América Latina. 

La planeación: de la objetividad técnica a la deliberación colectiva.

La planificación territorial ha pasado por distintas etapas históricas, reflejando las dinámicas ideológicas, políticas y económicas de cada época: 

Hasta los años 60, el "Plan Diseñado" daba protagonismo al experto, quien diseñaba desde su perspectiva subjetiva planes ideales para el desarrollo colectivo. Este modelo asumía que el juicio del planificador representaba el interés común, aunque su enfoque unidimensional limitaba su alcance. 

A partir de los 80, con el auge del neoliberalismo, surgió la "Planeación como Ciencia". Este enfoque buscaba ser objetivo, con métodos científicos y cuantificación, pero terminó subordinando los territorios al mercado. Bajo el discurso de gobernanza, el Estado delegó decisiones al sector privado, profundizando desigualdades y generando territorios segregados y anárquicos. Herbert Simon criticó este modelo, señalando su dependencia de recursos inalcanzables y suponer información perfecta para decisiones óptimas, algo irreal en la práctica. La crítica se basa en que casi siempre se actúa en situaciones de incertidumbre y en tales condiciones es posible sostener una teoría racional que considera que el hombre tiene una racionalidad limitada o acotada y, por ello, tratará de conseguir un determinado nivel de aspiraciones que sean satisfactorias para sus propósitos.

Desde los años 70, la teoría crítica marxista y posturas radicales cuestionaron estos modelos, enfatizando la participación pública y la influencia del poder en la planificación. Se propuso considerar saberes diversos, desplazando el rol exclusivo del experto técnico hacia un facilitador de consensos que integra distintas perspectivas. Así, se reconoce que la planificación debe responder a la complejidad y evitar soluciones prediseñadas. 

Davidoff destacó que la justicia distributiva no puede lograrse desde una neutralidad, pues los planes nunca satisfacen todas las demandas. Abogó por que cada grupo de interés presente sus propios planes, articulando sus objetivos y negociando con otros, evidenciando el carácter político de la planificación. Por su parte, John Friedmann planteó que el planificador debe interactuar con los actores para enriquecer la calidad de las decisiones, priorizando el diálogo sobre soluciones definitivas. 

Surge una aportación Inspirada por la teoría de la acción comunicativa de Habermas, la planificación comunitaria enfatiza el diálogo. Sin embargo, enfrenta críticas, como las de Iris Marion Young, quien señala que es imposible evitar la influencia de relaciones de poder entre participantes. 

Benabent propuso un modelo participativo guiado por el interés general, definido por principios como justicia social, equidad, derecho a la vivienda y un ambiente sano. Este enfoque parte de identificar problemas y no solo de diagnósticos técnicos. Ante las asimetrías de poder, es necesario establecer reglas claras para garantizar la inclusión y evitar manipulaciones. El planificador ya no es un experto neutral que toma decisiones finales, sino un facilitador del diálogo que integra valores, conocimientos y perspectivas. Su rol no es solo técnico sino ético, pero influido por su ideología y valores, y busca materializar consensos colectivos en lugar de imponer soluciones. 

Este debate sobre la planificación colectiva desde abajo ha sido impulsado por destacados pensadores latinoamericanos. Milton Santos cuestiona la subordinación de los territorios a los intereses del mercado global, proponiendo una planificación orientada al bienestar colectivo. Enrique Leff aboga por un modelo que reconozca la diversidad cultural y promueva un manejo sustentable de los recursos naturales. Carlos Matus introduce un enfoque incremental y participativo, diseñado para afrontar los retos específicos de la planificación territorial en América Latina. Orlando Fals Borda democratiza la planificación al considerar las voces de las comunidades como esenciales para el diseño de políticas territoriales. Emilio Pradilla Cobos subraya la importancia de vincular la planeación con las dinámicas sociales y económicas locales, fomentando un enfoque más justo e inclusivo. 

Raquel Rolnik defiende enfoques que prioricen el derecho a la vivienda y la ciudad, con una participación activa de las comunidades en la gestión del territorio. Ana Falú destaca cómo la desigualdad de género se reproduce en las ciudades y aboga por políticas públicas que integren las necesidades de las mujeres en el diseño urbano. Margarita Gutman analiza cómo las políticas de planificación pueden perpetuar o transformar las inequidades sociales y territoriales, mientras que María Mercedes Di Virgilio, Enrique Ortiz o Georgina Sandoval ponen énfasis en la producción social del hábitat como una estrategia inclusiva para la planificación territorial.

Estas y muchas otras autoras y autores han promovido, desde las organizaciones sociales autogestivas, un debate profundamente arraigado en las realidades de América Latina, orientado hacia una planificación desde abajo y para el beneficio colectivo. Este enfoque reconoce la multiplicidad de voces, promoviendo la participación y fortaleciendo el interés general, de una democracia deliberativa como lo establece de manera explícta la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. 

Colonización del conocimiento y derecho a la ciudad.

La fetichización de la ciencia no solo perpetúa un modelo de planeación excluyente, sino que también refleja una violencia epistémica más amplia. Durante décadas, el pensamiento científico ha estado dominado por marcos teóricos y metodológicos de universidades y centros de investigación europeos y estadounidenses, que muchas veces son ajenos a las realidades de América Latina. Este fenómeno, conocido como colonización del conocimiento, limita nuestra capacidad para construir enfoques críticos y situados que respondan a nuestras propias necesidades. 

En el contexto urbano, esta colonización epistémica ha contribuido a la consolidación de modelos de desarrollo centrados en intereses económicos y de mercado, en detrimento de las necesidades reales de las comunidades. América Latina ha sido testigo de cómo la técnica y la ciencia han sido instrumentalizadas para justificar decisiones que priorizan la rentabilidad sobre el bienestar colectivo. Esto subraya la urgencia de replantear el papel de la planeación como una herramienta para la transformación social, no como un medio para perpetuar desigualdades estructurales. 

El derecho a la ciudad, en este sentido, no puede limitarse al acceso a servicios e infraestructura. Debe entenderse como el derecho a participar activamente en la construcción de la ciudad que queremos, incorporando contextos económicos, políticos, sociales y culturales. Esto implica desarrollar diagnósticos participativos y modelos prospectivos cualitativos que incluyan a todas las voces y reconozcan las interdependencias entre espacios urbanos y rurales. 

Hacia una planeación emancipadora, hacia la ciudad que queremos.

La discusión en el IPDP y el CIDE nos invita a reflexionar sobre las falacias de la ciencia y la técnica como instrumentos neutrales e infalibles. Es momento de apostar por una planeación que parta del conocimiento situado y del diálogo entre saberes, que no solo reconozca las limitaciones de la técnica, sino que también abra espacio para construir alternativas desde y para nuestras comunidades. 

La verdadera innovación no radica en imponer modelos importados, sino en desarrollar enfoques que respondan a nuestras realidades, necesidades y aspiraciones. Solo así podremos avanzar hacia un modelo de planeación democrática que garantice no solo el acceso, sino también la capacidad de transformar nuestras ciudades y territorios en beneficio de todas y todos. 

El contexto geopolítico actual, marcado por los embates del fascismo y los cambios estructurales en el sistema-mundo, exige replantear el modelo de planeación. La ciudad que queremos debe construirse desde una perspectiva democrática y deliberativa, donde las decisiones territoriales no se limiten a modelos predictivos cuantitativos, sino desde la prospectiva que integre diagnósticos participativos cualitativos. 

Este enfoque debe reconocer las interdependencias entre espacios urbanos y rurales, pequeños y grandes, y debe regresar constantemente al territorio para incorporar las necesidades reales de sus habitantes. Se trata de construir un modelo de planeación que, lejos de buscar soluciones óptimas desde un punto de vista tecnocrático, se base en la identificación colectiva de problemas específicos y en la construcción de consensos que prioricen el bienestar colectivo, un bienestar construido desde abajo y desde nuestro locus de enunciación.